domingo, 12 de junio de 2011

Carta a los padres

Estimados Padres y Apoderados:

Seguimos explorando el mundo de la lectura, internándonos por nuevos caminos. Queremos que el aprecio por el conocimiento y los personajes sean parte del aprendizaje de nuestros  alumnos y alumnas.

Existe tanta información y queremos recabar aun mas para crear un  espacio de gran ayuda para todos los trabajos escolares.
Ustedes pueden ser co-exploradores en el aprendizaje de  sus hijos e hijas, por medio de este blog. Necesitamos que su participación dé lugar  a estudiantes que puedan tener una opinión y reflexionar.

¡Queremos que leer sea un gusto! trabajemos juntos en esto. 

La insolación (texto de 8° básico)

Horacio Quiroga

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.
Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:
-La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:
-En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
-No podía caminar -exclamó en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:
-Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
-Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos -el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras, para respirar mejor.
Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
-No, no es él -replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
-No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.
-Porque no era él -le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los foxterriers.
-No ha aparecido más -dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
-No vino más -agregó Isondú.
-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.
-¡Viene otra vez! -gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitrato.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.
-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

Romances (texto para 8° Básico)

Poema Romance De Barco Y Junco de Oscar Castro


El junco de la rivera
y el doble junco del agua,
en el país de un estanque
donde el día se mojaba,
donde volaban, inversas,
palomas de inversas alas.
El junco batido al viento
-estrella de seda y plata-
le daba la espalda al cielo
y hacia el cielo se curvaba,
como un dibujo salido
de un biombo de puertas claras.
El estanque era un océano
para mi barco pirata:
mi barco que por las tardes
en un lucero se anclaba,
mi barco de niño pobre
que me trajeron por pascua
y que hoy surca este romance
con velas anaranjadas.
Estrella de marineros,
en junco al barco guiaba.
El viento azul que venía
dolorido de fragancias,
besaba de lejanías
mis manos y mis pestañas
y era caricia redonda
sobre las velas combadas.
Al río del pueblo, un día,
llevé mi barco pirata.
lo dejé anclado en la orilla
para hacerle una ensenada;
mas lo llamó la corriente
con su telégrafo de aguas
y huyó pintando la tarde
de letras anaranjadas.
Dos lágrimas me trizaron
las pupilas desoladas.
en la cubierta del barco
se fue, llorando, mi infancia.

El alambre de púas (texto para 8° Básico)

Horacio Quiroga


EL ALAMBRE DE PUA


Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde
su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de
capuera--desmonte que ha rebrotado inextricable--no permitía paso ni
aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde
el malacara pasaba.

Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza
alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los
relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos,
en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo
más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres
veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un
instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja
pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga
a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse
cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte
inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara
respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a
boca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy
sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte
avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo
condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara,
deshojando árboles.

La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había
hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.
Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer
perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que
con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí
estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda
formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de
modo que el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte y
jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.

En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más
preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los
dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya
de memoria.

El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos.
Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros
de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco
salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras
hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media
hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde
alcanza un pescuezo de caballo.

Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la
capuera hasta que un alambrado los detuvo.

--Un alambrado,--dijo el alazán.

--Sí, alambrado,--asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza
sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía
un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y
una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los
caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a
la derecha.

Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había
caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que
sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la
escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.

--Es yerba,--constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio
centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido
grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a
pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su
camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo
con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera,
abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno
camino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía
todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad
presente, había infinita distancia. Más por infinita que fuera, los
caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con
perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del
pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de
Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente
puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,
cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de
tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión
admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar
a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún
más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de
frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al
dichoso deslumbramiento.

Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de
luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del
camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas
en pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al
alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los
caballos libres!

Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa
madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni
monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas
extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían
gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más
estrafalaria que ocurrírseles pudiera.

En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas
detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la
tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban
inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.

--¿Por qué no entran?--preguntó el alazán a las vacas.

--Porque no se puede--le respondieron.

--Nosotros pasamos por todas partes,--afirmó el alazán, altivo.--Desde
hace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente
el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a
los intrusos.

--Los caballos no pueden,--dijo una vaquillona movediza.--Dicen eso y
no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.

--Tienen soga--añadió una vieja madre sin volver la cabeza.

--¡Yo no, yo no tengo soga!--respondió vivamente el alazán.--Yo vivía
en las capueras y pasaba.

--¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

--El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los
contiene. ¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?

--No, no pasamos,--repuso sencillamente el malacara, convencido por la
evidencia.

--¡Nosotras sí!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las
vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del
Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.

--Esta tranquera es mala,--objetó la vieja madre.--¡El sí! Corre los
palos con los cuernos.

--¿Quién?--preguntó el alazán.

Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.

--¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.

--¿Alambrados?... ¿Pasa?

--¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que
un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por
aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible
que puede hallar el deseo de pasar adelante.

De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el
toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila
recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su
inferioridad.

Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca,
intentó hacerla correr a un lado.

Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no
corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo
inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena,
había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.

El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos
entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados
mugidos sibilantes.

Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado
lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo
violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó
arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las
vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a
las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la
piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo
retiraban presto con mareante cabeceo.

Los caballos miraban siempre.

--No pasan,--observó el malacara.

--El toro pasó,--repuso el alazán.--Come mucho.

Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza
de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó
hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso
ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de
alcanzarlo.

--¡Añá!... Te voy a dar saltitos...--gritaba el hombre. Barigüí,
siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.
Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a
la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y
bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un
agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su
rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que
saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo
cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,
retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.

Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del
hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro,
siéndoles dado oir la conversación.

Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había
sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por
inaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, por
grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo
arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los
vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes
destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región
difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por
duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos
en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse
mucho con esto.

De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al
polaco cazurro.

--¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!
Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!

El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario y
meloso falsete.

--¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!
¡Toro sigue vaca!

--¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!

--¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!

--Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!

--¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!...

--¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero
tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el
alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.

--¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!

--Es que ahora no va a pasar por el camino.

--¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!

--No va a pasar.

--¿Qué pone?

--Alambre de púa... pero no va a pasar.

--¡No hace nada púa!

--Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a
lastimar.

El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el maligno
polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si
cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado
infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:

--¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su
chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había
cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio
del camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto
de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas
dormitaban al sol ya caliente, rumiando.

Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron
los ojos despreciativas:

--Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.

--¡Barigüí sí pasó!

--A los caballos un solo hilo los contiene.

--Son flacos.

Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:

--Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más
aquí,--añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.

--Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.

--No va a pasar más. Lo dijo el hombre.

--El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto
al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe
en el alambrado que iba a construir el hombre.

La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre
que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,
olvidándose de las vacas.

Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se
acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al
chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre
rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

--Le digo que va a pasar,--decía el pasajero.

--No pasará dos veces,--replicaba el chacarero.

--¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va
a pasar!

--No pasará dos veces,--repetía obstinadamente el otro.

Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:

--... reir!

--... veremos.

Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés.
El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no
conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

--¡Curioso!--observó el malacara después de largo rato.--El caballo va
al trote y el hombre al galope.

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa
mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en
negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán
detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del
sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.
El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en
que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado
expandia su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante
neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra
ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino
costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y
húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho,
que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo
alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la
aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que
pudiera pasar.

Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa
neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez
el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado,
salvando la tranquera abierta aún.

La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el
calor excesivo prometia para muy pronto cambio de tiempo. Después de
trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas
en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y
su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.

Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes
nuevos,--obscuros y torcidos,--había dos simples alambres de púa,
gruesos, tal vez, pero únicamente dos.

No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había
dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron
atentamente aquello, especialmente los postes.

--Son de madera de ley--observó el malacara.

--Sí, cernes quemados.

Y tras otra larga mirada de examen, constató:

--El hilo pasa por el medio, no hay grampas.

--Están muy cerca uno de otro.

Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio,
aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del
cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que
el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al
terrible toro?

--El hombre dijo que no iba a pasar--se atrevió, sin embargo, el
malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz,
por lo cual sentíase más creyente.

Pero las vacas lo habían oído.

--Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó
ya.

--¿Pasó? ¿Por aquí?--preguntó descorazonado el malacara.

--Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.

Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos
entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en
los cuernos dejó en suspenso a los caballos.

--Los alambres están muy estirados--dijo después de largo examen el
alazán.

--Sí. Más estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en
cómo se podría pasar entre los dos hilos.

Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

--El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.

--Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan,--oyeron al alazán.

--¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el
toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente
al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los
caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

--¡Come toda avena! ¡Después pasa!

--Los hilos están muy estirados...--observó aún el malacara, tratando
siempre de precisar lo que sucedería si...

--¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!--lanzó la
vaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el
toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí
muy serio y con el ceño contraído.

El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dió
principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó
más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la
avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del
camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se
lanzó sobre el alambrado.

--¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!--alcanzaron a
clamar las vacas.

Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y
hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de
alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta
el fondo, y el toro pasó.

Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados
desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de
estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al
paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se
echó, con un ronco suspiro.

A mediodía el polaco fué a buscar a su toro, y lloró en falsete ante
el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar.
Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo--si
esto aún era posible--lo carneó esa tarde, y al día siguiente al
malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la maleta,  dos kilos
de carne del toro muerto.

La Señora (texto para 7° Básico)


La Señora de Federico Gana (chileno)




Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían un ansia devoradora de llegar pronto.
Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:
-Pero, al fin, ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?
-Es allí cerquita, a la vuelta de la alameda -me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.
A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violácea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.
Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento, que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.
En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de
estos viajes me proporcionaban la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años. . . Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero, y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.
De esta certidumbre provenían, tal vez, mi cansancio y mal humor.
A medida que avanzaba, el paisaje principiaba u variar. Añosos álamos y sauces daban sombra al camino, divisaba verduras, chacras, pástales de trébol, animales vacunos, aguas corrientes... De cuando en cuando, tras la alameda, asomaban algunos humeantes ranchos dé inquilinos.
-Ya estamos en lo de Don Daniel -me dijo el mozo.
Y yo me interesaba, contemplando el buen cultivo de la tierra, la excelencia dé los cierros, mil pequeños detalles que revelaban la vigilancia y el trabajo de una mano avezada a las labores de la agricultura.
-¿Cuántas cuadras tiene el fundo? pregunté al mozo.
-Trescientas cuadras regadas. Principió arrendando, y ahora con su trabajo ha comprado estas tierras -me contestó.
Llegábamos ya al fin de la alameda, y un instante después tenia ante mi una reja de madera pintada de blanco, a través de la cual se divisaba una huerta de hortalizas y un edificio, con esa arquitectura sencilla y primitiva, peculiar en nuestras antiguas construcciones campesinas; enorme techo de pajas, bajas murallas, anchos y sombríos corredores.
-Aquí es -me dijo el mozo, y pasando frente a las casas entramos por una ancha puerta, de golpe que daba a un caminillo bordeado de acacias.
En el fondo de este camino, bajo la sombra de una ramada, al lado de un caballo ensillado, veíase un hombre con la cabeza inclinada, ocupado, al parecer, en arreglar una correa de la brida.
A pesar de los furiosos ladridos de un perro que salió a recibirnos y que mi mozo se esforzaba en espantar, el hombre continuaba afanoso en su trabajó.
-¿Don Daniel Rubio está en casa? - pregunté con voz fuerte.
El hombre alzó la cabeza, fijó en nosotros una mirada tranquila y me contestó sosegadamente, con cierta reticencia:
-Con él habla.
Quien así me respondía era un individuo alto, obeso, poderosamente constituido. Representaba de cuarenta y cinco a cincuenta años, y vestía el traje común a nuestros mayordomos de hacienda: pequeña manta listada, chaqueta corta, pantalones bombachos de diablo fuerte, enormes espuelas y sombrero de paja de anchas alas. Su rostro cobrizo, de facciones gruesas y duras, singularizábase por el estrabismo y la inamovilidad de una de sus negras pupilas que parecía cristalizada, mientras la otra tenía un brillo y una vivacidad extraños. Contemplando esta fisonomía, involuntariamente me pasó por la cabeza esta frase vulgar: "No me gustaría encontrarme con este sujeto por un camino solitario".
-Nos han dado noticias que tenía bueyes -le dije.
-Si, hay algunos --me contestó con indiferencia, volviendo el rostro a un lado.
-¿Podríamos verlos? -agregué. 
Por toda respuesta tomó las riendas del caballo, que a su lado estaba, subió rápidamente y, seguido de nosotros, se dirigió al interior del fundo.
Durante nuestra excursión por los potreros, tuve ocasión de observar que mi acompañante era persona inteligente en todo lo que a campo se refería; y esto lo demostró mas de una vez en el curso de la conversación que sostuvimos con motivo del negocio de los bueyes. Sus modales eran rudos, como de hombre de pocas letras, sus palabras, breves y terminantes, pero, a través de toda esta exterioridad poco agradable, había en su persona un no sé qué aire de honradez y seriedad que, insensiblemente, inspiraba respeto, ya que no simpatía.
Por fin el negocio se arregló satisfactoriamente, y la noche caía ya en el horizonte, cuando regresamos a la casa.
-Todo lo que usted ha visto lo he formado yo con estas manos dijo don Daniel, respondiendo a mis felicitaciones por el buen pie en que se veía su hacienda.
-Usted se quedará a alojar -agregó; e interrumpiendo mis excusas llamó a un trabajador que por ahí andaba, ordenándole que desensillara los caballos.
Y después me dijo:
-No se apure, que hay dónde tender los huesos. Pero, antes que todo, vamos a mascar algo, que ya es hora.
Y nos dirigimos a la casa.
Después de atravesar el obscuro corredor, entramos a una pieza que daba al pasadizo y que servía de comedor.
La lámpara estaba encendida y la sopa humeaba sobre una pequeña mesa, puesta con gran decencia y limpieza. No parecía aquél un comedor de soltero. Aquí y allá flores frescas y hojas verdes; las servilletas tenían cierto arreglo peculiar; el vino brillaba en
las garrafas do vidrio, y en las paredes vi diferentes estampas de santos que no dejaban de llamarme la atención.
A una indicación de don Daniel, me senté, sin cumplimiento a la mesa; pero luego tuve que ponerme de pie precipitadamente, porque frente a mí se abrió una puerta y entró una persona. Era una anciana de cabellos blancos y elevada estatura, vestida de negro.
Me hizo una ceremoniosa reverencia, mientras don Daniel nos presentaba:
-La señora Carmen Mancilla, el señor...
En seguida ella se sentó a la cabecera de la mesa.
Yo observaba con interés a la recién venida.
En su rostro extenuado y pálido, con una palidez luminosa de algunas personas extremadamente ancianas, en su hundida boca, en su fina nariz aguileña, en sus grandes ojos claros, vagaba una expresión de dulce tranquilidad. Parecía sonreír a cierto alegre pensamiento interior, mientras servía trabajosamente la sopa con sus largas manos temblorosas, donde resaltaban las venas y los nervios.
Se detuvo un instante, contemplándome curiosamente, como si buscara un tema de conversación, y por fin, me dijo con una vocecita cascada:
-El señor, si no he oído mal, se llama (aquí dijo mi nombre) y debe ser pariente de los señores... (nombró a unos tíos abuelos míos, enterrados antes de mi nacimiento).
Al escuchar mi respuesta afirmativa, continuó con gran animación:
-Yo los conocí mucho cuando eran solteros... venían siempre a casa de mi marido. Entonces recibíamos mucha gente. ¡Qué alegres eran! Daniel, ¿te acuerdas del baile que dio el embajador? Pero, es verdad, tú no estabas con nosotros todavía. Bailamos
hasta el amanecer, y en el corredor quemaban voladores. Recuerdo que a mí me hicieron bailar cueca. Pero entonces los jóvenes eran muy corteses... Sus tíos siempre que venían a vernos nos traían grandes regalos. . .
Mientras la señora hablaba así, Don Daniel la contemplaba con aire cohibido y obsecuente, echándose en silencio los bocados y sirviéndose, a cada instante, grandes vasos de vino. La única pupila que podía mover, estaba inquieta, húmeda y brillante, y parecía decirme: 
-Escúchela con atención, que vale la pena.
Y ella, al mismo tiempo que continuaba su charla con alegre volubilidad, me servía los platos con toda clase de miramientos, dirigiéndome signos de inteligencia, como indicándome que esa conversación sólo nosotros podíamos comprenderla.
De repente me dijo:
-¿Que ha sido de esos jóvenes de sus tíos? Sé que uno se casó en Santiago y que ha tenido muchos hijos.
-¡Han muerto todos, señora, hace muchos años!
Al escuchar estas palabras, me contempló estupefacta, suspiró hondamente, se puso la palma de la mano en la barba, inclinó su cabeza blanca y pareció abismarse en sus reflexiones.
A medida que la comida llegaba a su fin, hacíase más notable el contraste que formaban los modales finos, insinuantes, casi aristocráticos de esa viejecita, con los desmañados y selváticos de mi huésped. Observé que el rostro de éste estaba encendido por las frecuentes libaciones y que poco a poco salía de su mutismo, hablando de diferentes tópicos.
Por fin, la anciana se levantó de su asiento y me tendió su fría y descarnada mano, diciéndome:
-Usted se queda esta noche. Voy a arreglar algo allá adentro. En seguida, volviéndose hacia mi huésped e inclinándose a su oído, k- dijo en voz baja:
-No bebas mucho. Cuidado con las enfermedades. . .
Cuando ella salió, el tosco y moreno semblante de don Daniel parecía iluminarse con una sonrisa, sus pupilas se velaban dulcemente y sus gruesos labios temblaban como si deseara decirme algo.
Comprendí que el vino principiaba a hacer su efecto.
Al fin, rompí el silencio diciéndole:
-¿La señora es su madre?
-No.
-¿Su parienta tal vez? Y perdone. . .
Don Daniel aproximó en silencio una botella, llenó hasta los bordes los vasos, bebió el suyo de un sorbo, y limpiándose los labios, contestó:
-No, señor, la persona que usted ha visto no es mi madre ni mi parienta; es la señora, la señora de esta casa -concluyó con un acento en que vibraba cierto orgullo indefinible, dando un ligero golpe sobre la mesa.
Después se pasó la mano por la cabeza, como indeciso, y mirándome fijamente, con aire resuelto, siguió diciéndome:
-Como usted lo ha de saber al fin, si ya no lo sabe, voy a contarle lo que hay en esto. Y para principiar, le diré que yo, aquí donde usted me ve, no he conocido padre ni madre; 
soy de ésos que nacen en cualquier parte, sin saber cómo. Hasta la edad de siete años lo he pasado por ahí, como los perros sin amo. Un día vino esta señora, me recogió y me llevó a su casa. Allí he crecido, señor, sirviéndola a ella y a sus hijos, y no me avergüenzo... Ella me puso el silabario en la mano, ella me enseñó lo poco que sé y me mandó a la escuela, porque era una señora como ahora no las hay. Después salí a buscar la vida y trabajé en lo que vino a mano; se necesitaba un alhamí, allí estaba yo; se necesitaba un herrero, pues a buscarme; y así fui formando mi capitalito. Eso sí, no me he casado nunca, porque las mujeres... en fin, no hablemos de ellas... Pasaron los años; y yo siempre iba a ver a mi señora, llevándole cualquier regalito. 
Al fin su marido murió y sus hijos se casaron. El caballero había sido gastador, como caballero que era, y no dejó casi nada. Después los pleitos, los tinterillos y todo lo demás que usted sabe, fueron llevándose lo poco que quedaba, y aquí tiene usted a mi señora, sin tener un mal pan que llevar a la boca. Yo, que estaba arrendando este fundo, que después fue mío, sabiendo que ella estaba en casa de una amiga, digamos como de limosna, me fui allá, me presente y le dije: "Señora, no permito que usted ande sufriendo. 
Véngase a su casa, a la casa de su hijo, que ahí nada le faltará. Usted será la señora, como siempre lo ha sido. No me desprecie". Y ella se levantó, la pobre vieja, y vino y me abrazó llorando, y aquí tengo a mi viejecita hasta que yo muera: ella es mi madre, todo lo que tengo en el mundo... ¡Y sí yo trabajo y gano algo, es para dárselo a ella!
Al terminar este relato, don Daniel inclinó su gruesa cabeza gris y murmuró entre dientes:
-Usted estará cansado y ya es hora de dormir.
Y en silencio fue a indicarme la pieza que se me había preparado.
Al día siguiente desperté temprano. En el corredor oía ruido de espuelas. Me vestí con presteza y salí de mi habitación. Allí estaba don Daniel paseándose.
Tomamos el desayuno, hablando de cosas indiferentes. Por fin me despedí y monté a caballo.

Alegremente cantaban los pájaros. El fresco aire de !a mañana parecía infundirme una vida, una fuerza, extraña.
Y pensaba vagamente en que tal vez esa alegría. que sentía desbordar en mí con los primeros rayos del sol, la debía a haber estrechado la mano de ese hombre de cuya rasa partía.

La gallina degollada (texto para 7° Básico)

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.