domingo, 12 de junio de 2011

El alambre de púas (texto para 8° Básico)

Horacio Quiroga


EL ALAMBRE DE PUA


Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde
su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de
capuera--desmonte que ha rebrotado inextricable--no permitía paso ni
aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde
el malacara pasaba.

Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza
alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los
relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos,
en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo
más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres
veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un
instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja
pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga
a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse
cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte
inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara
respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a
boca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy
sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte
avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo
condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara,
deshojando árboles.

La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había
hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.
Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer
perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que
con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí
estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda
formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de
modo que el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte y
jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.

En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más
preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los
dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya
de memoria.

El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos.
Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros
de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco
salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras
hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media
hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde
alcanza un pescuezo de caballo.

Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la
capuera hasta que un alambrado los detuvo.

--Un alambrado,--dijo el alazán.

--Sí, alambrado,--asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza
sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía
un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y
una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los
caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a
la derecha.

Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había
caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que
sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la
escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.

--Es yerba,--constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio
centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido
grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a
pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su
camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo
con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera,
abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno
camino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía
todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad
presente, había infinita distancia. Más por infinita que fuera, los
caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con
perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del
pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de
Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente
puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,
cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de
tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión
admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar
a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún
más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de
frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al
dichoso deslumbramiento.

Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de
luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del
camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas
en pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al
alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los
caballos libres!

Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa
madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni
monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas
extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían
gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más
estrafalaria que ocurrírseles pudiera.

En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas
detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la
tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban
inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.

--¿Por qué no entran?--preguntó el alazán a las vacas.

--Porque no se puede--le respondieron.

--Nosotros pasamos por todas partes,--afirmó el alazán, altivo.--Desde
hace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente
el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a
los intrusos.

--Los caballos no pueden,--dijo una vaquillona movediza.--Dicen eso y
no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.

--Tienen soga--añadió una vieja madre sin volver la cabeza.

--¡Yo no, yo no tengo soga!--respondió vivamente el alazán.--Yo vivía
en las capueras y pasaba.

--¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

--El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los
contiene. ¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?

--No, no pasamos,--repuso sencillamente el malacara, convencido por la
evidencia.

--¡Nosotras sí!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las
vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del
Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.

--Esta tranquera es mala,--objetó la vieja madre.--¡El sí! Corre los
palos con los cuernos.

--¿Quién?--preguntó el alazán.

Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.

--¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.

--¿Alambrados?... ¿Pasa?

--¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que
un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por
aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible
que puede hallar el deseo de pasar adelante.

De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el
toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila
recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su
inferioridad.

Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca,
intentó hacerla correr a un lado.

Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no
corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo
inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena,
había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.

El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos
entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados
mugidos sibilantes.

Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado
lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo
violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó
arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las
vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a
las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la
piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo
retiraban presto con mareante cabeceo.

Los caballos miraban siempre.

--No pasan,--observó el malacara.

--El toro pasó,--repuso el alazán.--Come mucho.

Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza
de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó
hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso
ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de
alcanzarlo.

--¡Añá!... Te voy a dar saltitos...--gritaba el hombre. Barigüí,
siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.
Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a
la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y
bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un
agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su
rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que
saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo
cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,
retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.

Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del
hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro,
siéndoles dado oir la conversación.

Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había
sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por
inaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, por
grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo
arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los
vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes
destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región
difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por
duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos
en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse
mucho con esto.

De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al
polaco cazurro.

--¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!
Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!

El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario y
meloso falsete.

--¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!
¡Toro sigue vaca!

--¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!

--¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!

--Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!

--¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!...

--¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero
tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el
alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.

--¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!

--Es que ahora no va a pasar por el camino.

--¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!

--No va a pasar.

--¿Qué pone?

--Alambre de púa... pero no va a pasar.

--¡No hace nada púa!

--Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a
lastimar.

El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el maligno
polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si
cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado
infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:

--¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su
chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había
cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio
del camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto
de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas
dormitaban al sol ya caliente, rumiando.

Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron
los ojos despreciativas:

--Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.

--¡Barigüí sí pasó!

--A los caballos un solo hilo los contiene.

--Son flacos.

Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:

--Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más
aquí,--añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.

--Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.

--No va a pasar más. Lo dijo el hombre.

--El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto
al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe
en el alambrado que iba a construir el hombre.

La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre
que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,
olvidándose de las vacas.

Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se
acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al
chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre
rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

--Le digo que va a pasar,--decía el pasajero.

--No pasará dos veces,--replicaba el chacarero.

--¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va
a pasar!

--No pasará dos veces,--repetía obstinadamente el otro.

Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:

--... reir!

--... veremos.

Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés.
El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no
conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

--¡Curioso!--observó el malacara después de largo rato.--El caballo va
al trote y el hombre al galope.

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa
mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en
negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán
detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del
sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.
El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en
que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado
expandia su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante
neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra
ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino
costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y
húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho,
que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo
alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la
aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que
pudiera pasar.

Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa
neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez
el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado,
salvando la tranquera abierta aún.

La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el
calor excesivo prometia para muy pronto cambio de tiempo. Después de
trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas
en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y
su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.

Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes
nuevos,--obscuros y torcidos,--había dos simples alambres de púa,
gruesos, tal vez, pero únicamente dos.

No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había
dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron
atentamente aquello, especialmente los postes.

--Son de madera de ley--observó el malacara.

--Sí, cernes quemados.

Y tras otra larga mirada de examen, constató:

--El hilo pasa por el medio, no hay grampas.

--Están muy cerca uno de otro.

Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio,
aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del
cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que
el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al
terrible toro?

--El hombre dijo que no iba a pasar--se atrevió, sin embargo, el
malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz,
por lo cual sentíase más creyente.

Pero las vacas lo habían oído.

--Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó
ya.

--¿Pasó? ¿Por aquí?--preguntó descorazonado el malacara.

--Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.

Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos
entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en
los cuernos dejó en suspenso a los caballos.

--Los alambres están muy estirados--dijo después de largo examen el
alazán.

--Sí. Más estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en
cómo se podría pasar entre los dos hilos.

Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

--El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.

--Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan,--oyeron al alazán.

--¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el
toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente
al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los
caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

--¡Come toda avena! ¡Después pasa!

--Los hilos están muy estirados...--observó aún el malacara, tratando
siempre de precisar lo que sucedería si...

--¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!--lanzó la
vaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el
toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí
muy serio y con el ceño contraído.

El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dió
principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó
más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la
avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del
camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se
lanzó sobre el alambrado.

--¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!--alcanzaron a
clamar las vacas.

Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y
hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de
alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta
el fondo, y el toro pasó.

Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados
desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de
estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al
paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se
echó, con un ronco suspiro.

A mediodía el polaco fué a buscar a su toro, y lloró en falsete ante
el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar.
Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo--si
esto aún era posible--lo carneó esa tarde, y al día siguiente al
malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la maleta,  dos kilos
de carne del toro muerto.

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